CANCIÓN DE CUNA

Canción de cuna, llaman a su muestra Marcelo Bordese y José Piuma;
nombre tomado de una de las cajas-esculturas de este último;
título que en este conjunto de obras adquiere la dimensión irónica
de juego siniestro, desatando pliegues y repliegues de los más
enfrentados y encontrados sentimientos, hasta alcanzar un espesor
inusitado. El título evoca ante todo, aquellos tiempos en que la
unidad de la criatura con su madre ya se ha roto, pero la canción
la perpetúa en el arrorró mi niño que espanta las asechanzas.
La muestra pareciera decir que aquel pasado idílico, de ninguna
manera prometía este presente lleno de venenos y envenenadores.

Bordese y Piuma forman parte de la misma generación, y no obstante
las profundas diferencias formales e imaginarias han llegado a
concebir obras en las que campean los efectos del arte cristiano y
medieval. Lejos del vaciamiento de gran parte del arte actual
proponen un intenso juego visual donde se despliegan terrenales
pulsiones de vida y muerte.

Comportándose como un alquimista, Bordese sigue erigiendo su mundo
de sobrenaturales danzas macabras. Sus imágenes se comportan como
ilustraciones de los cuentos, fábulas y leyendas a las que nos
acostumbró la infancia; como en aquellos textos –aunque en sus obras
explícitamente- lo siniestro es la antepuerta de la crueldad y el
horror pues aquí la inocencia no tiene cabida. Y es obvio que todas
estas imágenes son efecto de su singular abordaje del mundo de la
cultura. Estamos ante la obra de un niño que sueña o imagina como un
sabio. De ahí el sobresalto que nos provocan estas visiones a las
que nos acercamos como a un cuento de hadas, pero que más allá de la
gracia con que fueron concebidas, nos interpelan con el peso y la
evidencia de un mundo atroz. Con una carcajada libre pero amarga,
Bordese sigue su camino de sobreabundancias indagando en las
determinaciones antropológicas que, aún invisibles, maniobran el
corazón de los hombres.

Contrastando abiertamente con la desmesura expresiva de Bordese, las
obras de Piuma se guardan cuidadosamente de cualquier elocuencia para
hacer la organización ritual de materiales heterogéneos que ocupan el
interior de las cajas pulcramente construidas. Ocurre que Piuma a
medias construye y a medias se comporta como un bricoleur que entabla
un concentrado diálogo con las materias previamente seleccionadas,
hasta que en algún momento, resultado de largas esperas y meditaciones,
surge la punta de lo que será la metáfora de una hermética y contenida
visión. En cualquiera de los casos sus obras son inquietantes: no sólo
ponen en juego potencia visual sino que se despliegan de la imagen al
concepto produciendo un singular entrecruzamiento de lenguajes.

En el conjunto de obras que aquí presenta, cuatro cajas se comportan
como secularizados Triunfos de la muerte pues en cada una encontramos
la organización de huesos humanos que recuerdan aquellas obras medievales.
Bien podrían ilustrar estas obras aquel verso de Borges que llama a la
muerte “la prolijidad de lo real”. En este sentido Piuma pone en juego
mucho más que lo visual o descriptivo; moviliza con cada obra el episodio
de una secreta y doliente historia. Tal vez no sea casual la presencia de
la magnífica talla directa de Cristo que, con su goce del sufrimiento,
pareciera custodiar la muestra.

Raúl Santana, Septiembre 2009